Ivy estaba más contenta que de costumbre, había practicado sexo o “triki” como ella lo llamaba con su nuevo amigo. El rey no tardo en pisparse de la felicidad de la niña, aunque bien mirada ya no era tan niña. Había cambiado, se le habían ensanchado las caderas y le había crecido el pecho y había entrado un poco en carnes aunque como había crecido unos cuantos centímetros no se notaba tanto y le daban un aspecto bastante lozano.
Pasaron semanas e Ivy no se dio cuenta de que algo raro ocurría en el castillo, el ensimismamiento que tenia le impidió ver que algo no cuadraba pero aquel día se enteraría de todo.
Ese día vino de divertirse, ya sabemos todos de que modo, y de entrenar con la espada ya que hacía mucho que no empuñaba una, desde sus tiempos de soltera. Estas practicas las tenía que hacer en secreto porque en aquel reino las mujeres estaban casi anuladas y la podrían apalear por tan solo tocar una espada, aunque fuera de madera.
El salón estaba silencioso como de costumbre. Cuando Ivy llegó la sirvienta le dijo que el rey la estaba esperando en su cuarto.
-¿Ocurre algo? – dijo Ivy un poco preocupada al ver a la criada tan nerviosa
-N, no, no, nada – respondió esta temblorosa.
Ivy ya sabía lo que ocurría, el rey quería juerga y seguramente ella tendría que dársela, incluso quizás hubiera estado coqueteando con la sirvienta por eso estaba tan nerviosa.
Subió las escaleras y se saltó el ultimo escalón pues sabía que este siempre crujía, giró a la izquierda y estuvo andando por el pasillo hasta que llegó a su cuarto y abrió la puerta.
-¿No te han enseñado a llamar antes de entrar?- el rey tenía la voz seca y ligeramente alterada, estaba de espaldas sentado en el escritorio de Ivy y no se le veía la cara. Había ropa por el suelo, y papeles, cartas. Ese horrendo rey había estado hurgando en sus cajones y no solo eso, las cartas estaban troceadas y los vestidos rasgados.
-Pensé que...- no le dio tiempo a acabar la frase, y el rey no le corto con uno de sus miserables gritos, sino con un tortazo que casi le rompe el cuello. Ivy cayó al suelo. Fueron milésimas de segundo pero el tiempo que estuvo frente a frente con su marido fue completamente tenso, tenía los ojos desorbitados y la cara roja de ira, parecía que le había poseído el demonio que había bajado del mismísimo infierno para castigarla de vete tu a saber qué pecado, aunque si bien mirado ella prefería el infierno que convivir con ese verdugo que la maltrataba día si y día también, con alguien con el que ni siquiera había elegido casarse, pero esos tiempos habían pasado, ahora los niños de Dríbilian eran comprados por cuatro miserables tarises. Comenzó a pegarla lo más fuerte que podía, Ivy perdió el conocimiento tras uno de los innumerables golpes que le propino su cónyuge. Puede que penséis que Ivy debería haber intentado calmar al rey pero creedme, ella tenía experiencia en ese tipo de asuntos, a veces era mejor callar.
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